Omar Kheyyam
Rubayat
Nació hacia el año 408 de la Égira en Nichapur, oasis bendito por Ormuz donde el paisaje y los cielos tienen el deslumbrante barniz de algunos rasos persas.
Su verdadero nombre es Ahiyat-ed-dni-Afú L- Fath Omar Ibn Ibrahim. Pero ha pasado a la historia con el apodo de Al-Kheyyamí (Kheyyám, decimos hoy), por que su padre era fabricante de tiendas. Él fue más tarde astrónomo y sufí. Se habituó, pues, desde la infancia, a contemplar las caravanas que pasan y las estrellas eternas.
Toda su poesía estriba únicamente en la ondulación del péndulo mental: la belleza fugitiva del mundo y la tragedia de morir. Mas no aconseja el desgano cobarde de los místicos sino la urgencia del placer, para que la vejez y la muerte sólo hallen un cuerpo calcinado.
Nunca mortal sonrisa estuvo más henchida de lágrimas. Y sin embargo ¡cómo sabe reír!
Era un pobre Felián en la ciudad en que hay tantas rosas que se marchitan. Era un hombre calvo, viejo, desprestigiado, sin más arte que su melancolía.
“Soy herético como un derviche, feo como una mujer perdida; no tengo religión, ni fortuna ni esperanza de paraíso”, dijo este pre-verleniano.
Le gustaban el vino, las estelares noches, las mujeres de corazón hospitalario. Sufrió, como nosotros, de que fueran tan breves los besos. Y en tiempos remotísimos, antes de que hubieran nacido nuestros maestros, hacía ya el inventario de nuestras melancolías.
Por esto creemos oportuno seguir traduciendo con fidelidad y amor, sus suspiros breves como lieds, como gotas de rocío amargo sobre la frescura del mundo. Estos cuartetos o Rubayat son menos conocidos que los ya famosos de las colecciones de Fitzgerald, Nicolas, Grolleau, etc., y no han sido traducidos a ningún idioma europeo. Hemos tratado de conservarles, hasta donde ha sido posible en castellano, la insuperable languidez que tienen en lengua persa.
Ventura García C.
(Agradecemos la fotografía de http://vidadeprofesor.blogia.com/2006/031104-omar-khayyam.php)
No fijes tienda en la arena, no sea que el viento acerbo se la lleve. Mira la luna que por instantes madura y el arenal contempla, todo blanco como polvo de huesos, polvo nuestro, mañana bajo otra luna idéntica.
Camellos pasaron; camellos de brocados magníficos llenos y de tapices de Bagdad. Veladas mujeres y risas venían en ellos. Borró el simún sus huellas y donde holgaron queda tal vez una osamenta.
Tantos han hablado del Gran Oasis pero ninguno lo conoce. Tantos han alabado a las huríes pero ninguno las ha visto. Llena tu copa y ven, que tal vez el amor y el vino no sean espejismos.
He llamado hermano al arenal y conservo un poco de arena en mi albornoz. El mismo viento insensible congrega y dispersa las almas y las colinas.
¡Ah! No te rías si este viejo Kheyyám a ciertas horas delira y extravaga. Tal vez fue sólo el nocivo y dulce jugo del “nefid”. Si en vela pasa noches claras, no te rías.
Y muchas veces en el alba estaba el corazón tan silencioso que una palabra, la más suave, podía rebalsarlo como la copa de vino con el pétalo. A veces son las alegrías como ese tambor cuyo latido deshojó al rosal inmóvil.
¿De dónde vienes, viento? ¿Por qué perfumas, carne? ¿Porqué no te alegras, alma? Para saber la respuesta es preciso que los labios no puedan articular la pregunta. Todo llega tarde, menos la muerte.
Calladamente viene, no se sabe de dónde y a dónde va. Sopla y se lleva en el rosal los pétalos más ligeros, en el mundo los corazones elegidos de tu delicia. Qué pétalo y corazón, en el vértigo infinito, iguales son.
Un lunar me iré siguiendo y llevaré conmigo el vaso de tierra cocida y el firmamento será indiferente para mí como una alta tienda tembloroa donde la noche agita en vano su luminosa arena.
El suave río de Koueer y el paraíso, contigo estarán aquí, mujer.
No puede ser el infinito peor que una melancolía. Tus labios, una cítara y el olvido completo del Ramadán.
En el celeste tablero, tu y yo seremos el juego de la invisible Mano. ¿No escuchas que alguien se ríe? Tus besos fueron predestinados como mi llanto. Cambiar las piezas y el juego no tiene fin.
Uno por uno nos engaña la primavera. Sobre el negro tapiz de mi destino, el mundo adquiere de nuevo los vivos colores del “sedjadé”. Y ya crece la espina en donde va a sangrar el pecho del ruiseñor.
Primero fue la ventura y después las vivas risas sin por qué y después el oro amarillo y la plata blanca. ¿De qué no me he despojado sin pesar? Mas como Agar en la fuente de Zemsén, siempre a tu vera estoy sediento, Amor.
Si todo estaba escrito, mi pecado lo está; si sólo soy un vaso que la celeste Mano romperá con indiferencia ¡Oh, almuecín, cuán rastrera es tu plegaria!
Huerto plateado con ciprés, ciprés canoso de luna, luna parlante y desvelada en el gorjeo del ruiseñor. Mi alma es también una punta negra, una deseada claridad y un grito inútil.
Lo que no ha sido ha de ser y lo que fue ayer será mil veces. Las facetas de los dados son iguales; sólo la mano que los impulsa es diferente.
Señor, que pusiste límites y tropiezos pero viñas para que pueda un instante juzgarme libre como la flecha desviada en el arco. Altos de engaño son en la caravana predestinada. Que de otro modo tu ajedrez sería monótono.
Baja los ojos cuando llores, que no te vean. Muestra los labios cuando rías al cielo claro y enemigo. Si alguien su burla allá arriba, puede afrentarle tu risa.
Y tal concordia de líquidas notas en la molicie de la noche suspensa, eran la fuente y la mujer, que mi frente golpeaba la sombra como el niño que duerme. Y ella reía: “Pobre Kheyyám, mañana estaremos separados.”
Color de nenúfar el alto cielo, nublado color de otoño esta tierra en donde mi vista se ha posado un instante. Y entre las dos inmensidades, mi corazón balanceado como la rosa.
Dos puertas siempre, dos puertas que son el día y la noche. De una salimos sin querer, por la otra vamos para no volver. Ambas con sangre vertida se coloran.
Me fui a la orilla del río, cogí una caña podrida, la horadé. Tal vez se hicieron las cañas para que lloren con ellas, al borde de los ríos predestinados, las vidas pendidas sobre las aguas eternas.
Ayer para lamentar, mañana para temer, es breve el plazo de hoy para reír. Vemos el arco de dónde sale, vemos el árbol a dónde irá a hundirse temblando. ¿Por qué no queremos ver la linda curva pasajera de la saeta?
Puesto que soy de barro, ¿cómo no pecaré? Puesto que tengo labios ¿cómo no besaré? ¿Para qué hiciste, Señor, primaveras, mujeres y rosas?
Pasó el gavilán sobre las flores como pasan los años sin detenerse. Ave obscura del tiempo, siempre tu sombra cae en mi jardín. Porque vienes del horizonte de mis ansias pasadas y vas al horizonte de mis temores.
Envidio las cosas que pasan tan pronto, yo que sólo quiero quedarme; envidio a las aves que huyen con ojos iguales mirando la tierra distinta; envidio los ojos para todo paisaje invariables, yo que sólo miro a través de lágrimas.
En la copa del horizonte van cayendo las estrellas con un ruido lejano de monedas. Mientras llega la noche y los vientos apagan las vidas, de hinojos en la arena miro la luna. ¿Cuándo va a tajarme el cuello esa cimitarra?
De tal delirio nocturno, amada mía, sólo quedarán estos rubayat. Como el tamiz de un celeste alfarero es el mundo, como un tamiz que sólo deja pasar ceniza.
Mientras haya mujeres esbeltas como el boj y auroras suaves al ojo como el colirio, iras tu, corazón vagabundo, de seno en seno, como el “hadjí” por todos los santuarios.
La “peri” por mi besada morirá; y la copa en que bebí se hará pedazos, y la estela de mi tumba se tronchará. De la nube, una sombra; del fuego, una humareda; de mí, estos versos.
No preguntes al cielo por qué es de lapislázuli, ni a las noches el por qué de su canto, ni al amor y a la muerte su extravagancia. Tiempo tendremos de saberlo; una eternidad, y para gozar de esta vida: una mañana.
Los pétalos flotaba en el río y la sombra terrestre de las nubes era la imagen de mi pereza y se desangraba tan dulcemente el día en las aguas quietas que yo hubiera querido también, en un celeste río, desangrarme.
De los colores y los perfumes, soy siervo; de las apariencias del mundo no he sabido librarme. Como el halcón, la cordura tiene los ojos vendados; pero me he quitado la venda.
Cuando me llame tu labio, no sabré responder a tus gentiles damerías. Eternamente y sin saberlo, aspiraré, polvo prófugo en los inquietos vientos, a esta forma terrestre, en vano.
A través de los huertos te lloraré, y tu imagen remontará como la luna. Y ya se las palabras desesperadas que hoy te diría si no quisieras oírme; y ya se, mujer, mis lágrimas absurdas el día en que yo mismo te abandone.
A la granada hendida te comparé, al higo abierto, a las víboras educadas para los sabios contoneos del mago. Como el reptil, sinuosa; como la fruta, dulcamara.
Cuando has vaciado el cántaro, te parece el mundo más hermoso y lo es así puesto que tú lo crees. Tal vez, el paraíso llegaría si todos fuéramos ebrios.
Al despertar, he corrido a la viña para estrujar los racimos dorados. Tú decías al ver mis dedos húmedos: “¡Qué loco eres, Kheyyám!” porque no sabes la delicia de las cosas vivientes cuando se han meditado en la muerte.
Porque has dicho en mi oído la palabra increíble, porque tu mano traviesa ha despeinado mis canas, porque desde la punta del ciprés, nuestro menudo amigo anuncia la primavera, me estoy mirando las yemas de los dedos como si fueran a brotarme rosas.
De igual madera salieron el laúd y la antorcha; del mismo polvo luminoso, la mujer y los astros; de la misma copa de vino, la alegría y las lágrimas.
Cuando me muera, haz mi ataúd con madera olorosa, pone en las manos racimos y cubre el cuerpo de pámpanos para que vengan a cantarme las abejas.
Si sopla el simún, entierra el dromedario su cabeza temblorosa en la arena. Si tiemblan las estrellas, escondo y mi cabeza en tu seno de tulipán.
Estaba el alma cerrada como la noche, estaba la noche tan oscura como los pensamientos. Pero al rasgar tus vestiduras, ha asomado tu seno como una luna tibia para mí.
En la cabellera de la amada enredaba los dedos juveniles. Ella se fue; y ahora miro en las noches, aterrado, mis dedos llenos de sortijas negras.
Cuando estrujabas el pétalo y me arrojabas riendo puñados de arena, te dije: “Amada, ten cuidado. Tal vez ese sea el polvo de otro Kheyyám.”
Lloraba un hombre en la orilla, buscaba el otro la barca en donde iría a encontrar los tesoros del mundo. Sonriendo, les he mostrado el seno de la amada y la copa llena.
Camellos pasaron; camellos de brocados magníficos llenos y de tapices de Bagdad. Veladas mujeres y risas venían en ellos. Borró el simún sus huellas y donde holgaron queda tal vez una osamenta.
Tantos han hablado del Gran Oasis pero ninguno lo conoce. Tantos han alabado a las huríes pero ninguno las ha visto. Llena tu copa y ven, que tal vez el amor y el vino no sean espejismos.
He llamado hermano al arenal y conservo un poco de arena en mi albornoz. El mismo viento insensible congrega y dispersa las almas y las colinas.
¡Ah! No te rías si este viejo Kheyyám a ciertas horas delira y extravaga. Tal vez fue sólo el nocivo y dulce jugo del “nefid”. Si en vela pasa noches claras, no te rías.
Y muchas veces en el alba estaba el corazón tan silencioso que una palabra, la más suave, podía rebalsarlo como la copa de vino con el pétalo. A veces son las alegrías como ese tambor cuyo latido deshojó al rosal inmóvil.
¿De dónde vienes, viento? ¿Por qué perfumas, carne? ¿Porqué no te alegras, alma? Para saber la respuesta es preciso que los labios no puedan articular la pregunta. Todo llega tarde, menos la muerte.
Calladamente viene, no se sabe de dónde y a dónde va. Sopla y se lleva en el rosal los pétalos más ligeros, en el mundo los corazones elegidos de tu delicia. Qué pétalo y corazón, en el vértigo infinito, iguales son.
Un lunar me iré siguiendo y llevaré conmigo el vaso de tierra cocida y el firmamento será indiferente para mí como una alta tienda tembloroa donde la noche agita en vano su luminosa arena.
El suave río de Koueer y el paraíso, contigo estarán aquí, mujer.
No puede ser el infinito peor que una melancolía. Tus labios, una cítara y el olvido completo del Ramadán.
En el celeste tablero, tu y yo seremos el juego de la invisible Mano. ¿No escuchas que alguien se ríe? Tus besos fueron predestinados como mi llanto. Cambiar las piezas y el juego no tiene fin.
Uno por uno nos engaña la primavera. Sobre el negro tapiz de mi destino, el mundo adquiere de nuevo los vivos colores del “sedjadé”. Y ya crece la espina en donde va a sangrar el pecho del ruiseñor.
Primero fue la ventura y después las vivas risas sin por qué y después el oro amarillo y la plata blanca. ¿De qué no me he despojado sin pesar? Mas como Agar en la fuente de Zemsén, siempre a tu vera estoy sediento, Amor.
Si todo estaba escrito, mi pecado lo está; si sólo soy un vaso que la celeste Mano romperá con indiferencia ¡Oh, almuecín, cuán rastrera es tu plegaria!
Huerto plateado con ciprés, ciprés canoso de luna, luna parlante y desvelada en el gorjeo del ruiseñor. Mi alma es también una punta negra, una deseada claridad y un grito inútil.
Lo que no ha sido ha de ser y lo que fue ayer será mil veces. Las facetas de los dados son iguales; sólo la mano que los impulsa es diferente.
Señor, que pusiste límites y tropiezos pero viñas para que pueda un instante juzgarme libre como la flecha desviada en el arco. Altos de engaño son en la caravana predestinada. Que de otro modo tu ajedrez sería monótono.
Baja los ojos cuando llores, que no te vean. Muestra los labios cuando rías al cielo claro y enemigo. Si alguien su burla allá arriba, puede afrentarle tu risa.
Y tal concordia de líquidas notas en la molicie de la noche suspensa, eran la fuente y la mujer, que mi frente golpeaba la sombra como el niño que duerme. Y ella reía: “Pobre Kheyyám, mañana estaremos separados.”
Color de nenúfar el alto cielo, nublado color de otoño esta tierra en donde mi vista se ha posado un instante. Y entre las dos inmensidades, mi corazón balanceado como la rosa.
Dos puertas siempre, dos puertas que son el día y la noche. De una salimos sin querer, por la otra vamos para no volver. Ambas con sangre vertida se coloran.
Me fui a la orilla del río, cogí una caña podrida, la horadé. Tal vez se hicieron las cañas para que lloren con ellas, al borde de los ríos predestinados, las vidas pendidas sobre las aguas eternas.
Ayer para lamentar, mañana para temer, es breve el plazo de hoy para reír. Vemos el arco de dónde sale, vemos el árbol a dónde irá a hundirse temblando. ¿Por qué no queremos ver la linda curva pasajera de la saeta?
Puesto que soy de barro, ¿cómo no pecaré? Puesto que tengo labios ¿cómo no besaré? ¿Para qué hiciste, Señor, primaveras, mujeres y rosas?
Pasó el gavilán sobre las flores como pasan los años sin detenerse. Ave obscura del tiempo, siempre tu sombra cae en mi jardín. Porque vienes del horizonte de mis ansias pasadas y vas al horizonte de mis temores.
Envidio las cosas que pasan tan pronto, yo que sólo quiero quedarme; envidio a las aves que huyen con ojos iguales mirando la tierra distinta; envidio los ojos para todo paisaje invariables, yo que sólo miro a través de lágrimas.
En la copa del horizonte van cayendo las estrellas con un ruido lejano de monedas. Mientras llega la noche y los vientos apagan las vidas, de hinojos en la arena miro la luna. ¿Cuándo va a tajarme el cuello esa cimitarra?
De tal delirio nocturno, amada mía, sólo quedarán estos rubayat. Como el tamiz de un celeste alfarero es el mundo, como un tamiz que sólo deja pasar ceniza.
Mientras haya mujeres esbeltas como el boj y auroras suaves al ojo como el colirio, iras tu, corazón vagabundo, de seno en seno, como el “hadjí” por todos los santuarios.
La “peri” por mi besada morirá; y la copa en que bebí se hará pedazos, y la estela de mi tumba se tronchará. De la nube, una sombra; del fuego, una humareda; de mí, estos versos.
No preguntes al cielo por qué es de lapislázuli, ni a las noches el por qué de su canto, ni al amor y a la muerte su extravagancia. Tiempo tendremos de saberlo; una eternidad, y para gozar de esta vida: una mañana.
Los pétalos flotaba en el río y la sombra terrestre de las nubes era la imagen de mi pereza y se desangraba tan dulcemente el día en las aguas quietas que yo hubiera querido también, en un celeste río, desangrarme.
De los colores y los perfumes, soy siervo; de las apariencias del mundo no he sabido librarme. Como el halcón, la cordura tiene los ojos vendados; pero me he quitado la venda.
Cuando me llame tu labio, no sabré responder a tus gentiles damerías. Eternamente y sin saberlo, aspiraré, polvo prófugo en los inquietos vientos, a esta forma terrestre, en vano.
A través de los huertos te lloraré, y tu imagen remontará como la luna. Y ya se las palabras desesperadas que hoy te diría si no quisieras oírme; y ya se, mujer, mis lágrimas absurdas el día en que yo mismo te abandone.
A la granada hendida te comparé, al higo abierto, a las víboras educadas para los sabios contoneos del mago. Como el reptil, sinuosa; como la fruta, dulcamara.
Cuando has vaciado el cántaro, te parece el mundo más hermoso y lo es así puesto que tú lo crees. Tal vez, el paraíso llegaría si todos fuéramos ebrios.
Al despertar, he corrido a la viña para estrujar los racimos dorados. Tú decías al ver mis dedos húmedos: “¡Qué loco eres, Kheyyám!” porque no sabes la delicia de las cosas vivientes cuando se han meditado en la muerte.
Porque has dicho en mi oído la palabra increíble, porque tu mano traviesa ha despeinado mis canas, porque desde la punta del ciprés, nuestro menudo amigo anuncia la primavera, me estoy mirando las yemas de los dedos como si fueran a brotarme rosas.
De igual madera salieron el laúd y la antorcha; del mismo polvo luminoso, la mujer y los astros; de la misma copa de vino, la alegría y las lágrimas.
Cuando me muera, haz mi ataúd con madera olorosa, pone en las manos racimos y cubre el cuerpo de pámpanos para que vengan a cantarme las abejas.
Si sopla el simún, entierra el dromedario su cabeza temblorosa en la arena. Si tiemblan las estrellas, escondo y mi cabeza en tu seno de tulipán.
Estaba el alma cerrada como la noche, estaba la noche tan oscura como los pensamientos. Pero al rasgar tus vestiduras, ha asomado tu seno como una luna tibia para mí.
En la cabellera de la amada enredaba los dedos juveniles. Ella se fue; y ahora miro en las noches, aterrado, mis dedos llenos de sortijas negras.
Cuando estrujabas el pétalo y me arrojabas riendo puñados de arena, te dije: “Amada, ten cuidado. Tal vez ese sea el polvo de otro Kheyyám.”
Lloraba un hombre en la orilla, buscaba el otro la barca en donde iría a encontrar los tesoros del mundo. Sonriendo, les he mostrado el seno de la amada y la copa llena.
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